Texto / Text

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ACEITE DE LINAZA. ABRAHAM LACALLE

El procedimiento  habitual en los textos para artistas consiste en agrupar obras en torno a su autor, y a autores en torno a alguna corriente de época. Proviene  de la historia. Esto proporciona poco más que la insustancial satisfacción de aparentes sistemas causales. Tratándose de autores españoles los síntomas de la metástasis de complejo hace necesaria la búsqueda de un modelo que justifique la existencia.

La mejor manera de contemplar la pintura sería no sintetizarlo todo en función de lo que ya existe.  Si lo que se hace es desplegar unas junto a otras las singularidades- en lo que el autor no se repite diez veces y la época mil- se obtendría la curva límite de nuestros sentimientos e ideas, la línea de conexión de los puntos finales de todos los caminos, donde se cortan frente a lo que aún no se ha dado. De esa manera habría desplazamientos en diversas escalas de rangos, y me parece que en conjunto se alcanzaría el único modo de observación cuya sistemática es verdaderamente instrumento de una voluntad de progreso.

Así visto es comprensible, pues se trata de la transposición a otro lugar de rutinas de pensamiento, que como forma es más simple.

Podíamos mirar la pintura de Javier como un lugar común , para así contextualizarla, que va desde el propio asunto de la pintura hasta el ensamblaje de fragmentos aumentados. Pero creo que nos podemos permitir, por su propio trabajo, no atenernos a modelos y ver su trabajo de forma singular. Sencillamente la forma que tiene de articular la pintura.

Lo que ha sido articulado debe ser ensamblado. Un cuadro tiene dos grandes formas de ensamblaje, la repetición y el relato. Cuando me siento frente a un cuadro de Javier encuentro que articula una suerte de repetición con un relato que probablemente discurra independiente y críptico en su cabeza.  Rumia imágenes que vuelven afuera en una digestión en la que se cocinó con aceite de linaza. Se trata de una repetición múltiple en la que agota las “pertinencias” a base de sutiles cambios de forma de pintar. En esta insistencia no solo se estructura un enunciado lineal sino una trama en que las piezas se encabalgan unas con otras para garantizar unas juntas perfectas. Esto no es otra cosa  que la “mecánica” de pintar en la que no se pasa por alto ni el más mínimo gesto y ni la huella de éste. Además esta repetición no es “mecánica”, tiene una función de cierre, o más exactamente de laberinto. Los fragmentos repetidos son como los muros de un castillo, recordemos, donde se cocina con aceite de linaza.

En el relato se pueden adivinar los términos  y éstos son bien diferenciados. Aparecen relativamente libres (se ofrecen a la alternativa, y por consiguiente, a la intriga), reductibles (el resumen) y expansibles (se pueden intercalar hasta el infinito elementos secundarios). De hecho los temas del relato son solamente la estructura ósea  con una encarnadura alimentada, seguimos con lo mismo, a base de aceite de linaza.

Lo perfecto sería que el espectador se implicase tanto en el relato como en la repetición. Éste debería repetir lo que en cada uno le consuela, le traumatiza o le encanta.  Vivir la anécdota identificándose con ella como si fuera un psicodrama.

Dejándose impactar, de esta manera,  por la masa de deseos que se agita en las repeticiones, la fuerza inmediata de estos deseos se leería en la materialidad misma de los objetos, intuyéndose así una dimensión bastante precisa.

Esta es la pintura que proviene de la disección meticulosa de la memoria visual. La que está continuamente en conflicto con su forma de aparecer. La que en cada cuadro apunta a otra solución y no se conforma su existencia sino con su producción.

Sevilla, enero 2010.

(Texto introductorio de Abraham Lacalle para el catálogo «Quiosco»)

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(Texto introductorio del catálogo LA LEYENDA. JAVIER MARTÍN)

UT PICTURA POESIS. Javier Martín

“Todo artista es un ser humano”  Martin Kippenberger.

ÉCFRASIS. La écfrasis, (en griego antiguo, εκφραζειν, ‘explicar hasta el final’), es una descripción precisa y detallada, también animada, de un objeto o artefacto de arte. Esta obra de arte puede ser real o ficticia y, a menudo, su descripción está insertada en una narración. Proviene de la locución ekphrasis (‘proclamar, afirmar’ o ‘dar la palabra a un objeto inanimado’), formada del prefijo intensivo ek- y de phrasis, ‘palabra’.

Venía observando que, con asiduidad, introducía elementos en el cuadro fundamentalmente porque me resolvían una papeleta sintáctica. Y que cuanto más me despreocupara de la concordancia de esos elementos con alguna línea argumental o narrativa, mejor funcionaban plásticamente, como es lógico.

Si me entregaba sin filtros a este juego, los elementos (objetos, fotos, textos) se acercaban a mí pidiéndome un lugar en la tela; sencillamente aparecían a mi alrededor.

Así que me desprendí de la necesidad de reflexionar, mientras pintaba, en los posibles nexos entre estos elementos como razones para incluirlos en una pintura; también porque, en un segundo momento, ellos mismos se revelaban como hitos de una narración oculta. Pero una narración que es intrasmisible, entre otras cosas, porque ruborizaría al autor al tratar temas y manías demasiado personales, pero principalmente porque la causalidad, a menudo casual, por la que un elemento te lleva a otro (u ocupa cierto lugar en la composición o posee tal color o textura) es, además de plástica y hermética en sí, indescriptible. Se trata de un laberinto de vicisitudes imposible de describir sin confundir qué es biografía, qué sintaxis y qué semántica.

En una pintura así, el problema de si encontramos una narración clara a la que atenerse para narrar el propio trabajo (lo de la sensibilidad plástica, epidérmica de la pintura lo doy por perdido —creo que es necesaria cierta práctica para educar este sentido—) es uno de los motivos, claramente en mi opinión, para que la literatura del arte no atine casi nunca cuando se trata de pintura y ni huela cuestiones de este calado.

De manera que mi preocupación por la cuestión de la narración en la pintura, llegados a este punto, se planteaba dos cosas fundamentalmente. Cómo revelar un secreto, esa narración oculta —una narración endógena encriptada—  y la cuestión de la narración exógena —cómo usurpar, darle un giro de 180º al papel de la literatura del arte—.

El concepto de Écfrasis llegó a mí de forma providencial para darme respuestas. Solo habría de invertir este recurso literario clásico en donde el arte es usado en una narración como instrumento para enaltecer una leyenda biográfica —y no precisamente la del artista—, como la de Eneas.

De modo que, como quería darle una vuelta a la cuestión, podría usar una leyenda alimentada de biografía para hacer una narración del arte. La polisemia del término leyenda me permitía este juego y —de paso— me proporcionaba un método críptico de narración y lectura. Construir una leyenda como un puzle, un rompecabezas a partir de esos elementos que se han colado en el cuadro, que queda como un acertijo o el mapa que leer. Trabajar arqueológicamente, a partir del resto, con fragmentos (que ya había tendido a sobredimensionar), como hicieran los pintores del XVI cuando pintaban a partir de restos de textos clásicos —con fragmentos de écfrasis precisamente—, recreando cuadros y esculturas nunca vistos por ellos, trabajando con datos nunca corroborados como reales (como aquel cuadro de Zeuxis que engañaba hasta a los pájaros). Algo que hace más visible el porcentaje de ficción que hay en toda narración, de las que, por tanto, debiéramos sospechar por sistema; al menos sospechar.

La sensación de realidad que produce un relato de ficción, y concretamente el que describe la obra de arte —la écfrasis— llevó al propio Servio a hablar de broma de autor, Inrisio est, en su comentario al pasaje en que Eneas levanta el Actium. Aunque tras esta ficción se esconde una acción real. El humor encierra una verdad oculta. Dicen que Zeuxis murió de un ataque de risa cuando terminó de pintar una Afrodita con el rostro de su clienta, una anciana. El camuflaje al que refiere indirectamente la payasada —la peluca, los polvos, el maquillaje que tanto tiene que ver con la pintura— bajo su apariencia de jovialidad, también es la tercera acepción que registra el diccionario de la R.A.E. (3. Bot. y Zool. Que se camufla en su entorno mediante su color, su olor o su aspecto) para el adjetivo “críptico”.

El hecho de usar una leyenda como narración denota no solo un uso del jeroglífico como muralla de intimidades —como se ha escrito en otra parte— sino también el absurdo de la narración en el arte, que ha llegado a niveles insospechados. Era mi intención elaborar un relato teórico crítico con la preponderancia de la narración como legitimación del producto artístico y los abusos de la literatura. La pintura no ilustra narraciones o ideas, las crea. Ofrece una certeza sintáctica. Lo que ocurre es que este conocimiento es muy críptico, poco accesible y de difícil transmisión.

Quien está bien familiarizado también sabe que cuando ocurre el milagro a dos partes (epidérmico y geométrico) que se esconde tras un buen resultado, hay un tercer elemento que es la revelación de un sentido, pero eso queda fuera de tu control, y pareciera que lo ha dicho otro que no eres tú y por eso uno teme hablar de algo que no siente como propio y casi es mejor callar cuando se llega a este punto.

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Inédito con fecha 23/7/2010 (JAVIER MARTÍN)

Me interesa desandar paso a paso el camino que se recorre desde que cierta forma o idea te motiva o te estimula para emprender un cuadro, hasta concluirlo. Al fin y al cabo desmontar por piezas (cual puzle) el proceso de la pintura, para resaltar, no sólo la vacuidad de la palabrería que la rodea a veces o lo vago que puede resultar cualquier relato frente a la multitud y pluralidad semántica de referencias cruzadas entre los elementos de los que se nutre en este proceso, sino también cómo se construye propiamente un cuadro.

Y poner de manifiesto de una vez, que la construcción del imaginario semántico de una pintura depende más de su arquitectura sintáctica y sus propias leyes “físicas” que de un programa o ideario con itinerario preestablecido, sin desmerecer que la propia causalidad de la incorporación de cada elemento se teje siguiendo, ciertamente, también una ruta de conexiones semánticas —lo que denominamos trama en literatura narrativa—; pero que éstas no son tan determinantes como las propias de la sintaxis.

Esto es lo que me obliga a tratar cada uno de estos elementos que escojo de forma aislada, ciertamente como piezas de un puzle que por alguna mágica razón (y aunque yo siga preferentemente los dictados de la sintaxis antes que nada) acaba por coincidir.

En un cuadro pueden encontrarse los rastros de su génesis y formación en un sentido morfológico-plástico (para los iniciados en esta práctica), pero también podríamos seguir su construcción como ideario si de alguna forma, enseñáramos las fuentes de las que se nutre. Si, como digo, tratáramos aisladamente cada uno de los elementos que lo componen. Los objetos que han estimulado una forma, o incluso el cuaderno, en el que quedan anotados todos esos estímulos que lo conforman, su prehistoria; de dónde cada cosa.

De esta manera, mostrando un mapa de su formación, o como mínimo la fuente primera, creo un itinerario desordenado de pistas que seguir. Un camino sin un final claro, aunque sí una finalidad: recorrer las pistas es comprender el cuadro de algún modo, entrar en complicidad con él o con ellos, en caso de ser secuencias o conjuntos sobre unas mismas fuentes.

Y ahí entra en juego otro elemento, muy cachondo también, en el arte contemporáneo: el catálogo. Herramienta en la que queda plasmado una especie de mapa de carreteras del cuadro con pistas, un itinerario que se dirige hacia una cripta. El catálogo como una ruta, con forma de cuaderno de viaje, o de anotaciones del artista. Las entrañas del proceso por el que se ha pintado determinada cosa o fragmento de ella. Definitivamente se trata de incorporar el método de comentario duchampiano a la pintura retiniana, dado que a lo que nos enfrentamos no es más que a un jeroglífico con claves de un difícil acceso (y me refiero sobre todo a las claves plásticas dado que éstas no pueden ser interpretadas, a mi juicio, sin un mínimo de experiencia práctica —alguna más de la que hemos recibido en nuestra educación general básica, desde luego—).

Pero siempre de forma desordenada, de forma que la lectura sea una iniciativa propia del espectador; que requiera un esfuerzo ordenar la información que se ofrece. Y por supuesto, sin retocar cada elemento en su forma primigenia —como imágenes— (mostrarlo como realmente fueron un impulso de atención, para acabar como materia prima de un cuadro), posibilitando así no solo el camino de una construcción semántica por relación entre esos elementos sino también un proceso de abstracción por el que, en aquellos elementos en los que ocurriera —como así suele ser y, de hecho, es—, el espectador debe analizar visualmente, morfológicamente qué ha cambiado en la re-presentación de dicho elemento a los materiales pictóricos: pudo haber sido fragmentado, cambiársele el color, yuxtapuesto o ensamblado a otro, etc.

Hay que tener en cuenta que la mayoría de las veces estas imágenes son fotos, imágenes ya creadas, etc. Es decir, que el trabajo de representación y modificación es tan importante como el de su elección. Dicho de otro modo, que el proceso de su representación también está lleno de elecciones, llamémosle, significativas; que pueden alterar o añadir con un mínimo detalle una nueva conexión con el resto de motivos o elementos: ésta es la verdadera tarea del pintor.

La trama de relaciones que morfológicamente “elegidas” establece o altera cierta trama semántica preestablecida desde la primera elección: la de sus propios motivos.